El Tratado Comercial Antifalsificaciones, conocido por su acrónimo sajón, ACTA (Anti-Counterfeiting Trade Agreement) sigue despertando recelos en Europa después de más de cuatro años y once rondas de negociaciones que llevaron hace aproximadamente un año a consensuar la redacción definitiva del acuerdo.
A pesar de su nombre, aparentemente muy espécifico, su alcance -que además de la falsificación de productos físicos, tangibles, incluye a los medicamentos genéricos y a los derechos de la propiedad intelectual sobre los bienes intangibles en Internet- y el proceso de negociación, «cerrado», que solo incluía a los grupos industriales multinacionales de EE.UU. como asesores y los grupos de presión profesionalizados, ha hecho que éste se desarrollara rodeado por un entorno muy crítico y continuas filtraciones y denuncias por parte de organizaciones civiles y de defensa de los derechos humanos que han mezclado argumentos socioeconómicos de peso con fundamentalismos y lugares comunes ya clásicos como la «guerra» abierta Norte-Sur que se sigue librando con las armas de la pobreza.
Las negociaciones oficiales comenzaban en 2008, tras la iniciativa que abanderaban EE.UU. y Japón desde 2006 y que abrían a la participación internacional un año después. Tras consolidar un texto oficial a finales de 2010, se abría el plazo para su firma en mayo de 2011. En la última reunión, celebrada en Tokio, el pasado primero de octubre de 2011, ocho países -Australia, Canadá, Japón, Corea, Marruecos, Nueva Zelanda, Singapur y EE.UU.- firmaban el acuerdo; mientras que Europa (UE-27), México y Suiza reafirmaban públicamente su compromiso con el mismo, que establece un plazo para su firma que expirará en 2013.
Además de traer aquí el tema por su indiscutible interés para nuestro desarrollo como sociedad, he pensado que la situación que ha dejado sobre la mesa Europa -el tercer peso pesado dentro de las partes interesadas en la negociación- al no firmar en Tokio nos convierte quizás, tal como sugiere Guillaume Ledit en su artículo para OWNI, en «el último recurso» para arreglar un estropicio que, obviando los supuestos reflejos del Gran Hermano que algunos ven asomar entre las páginas del acuerdo, han provocado EE.UU. y Japón, sin contar un gigante chino que se ha convertido, de facto, en el propietario del Tesoro de EE.UU.
Independientemente de los defectos que podemos encontrar en el planteamiento de las negociaciones , sí que pueden ser interesantes, desde el punto de vista del periodismo ciudadano y la participación, las aportaciones de las dos miembros del Parlamento europeo con las que hablaban desde OWNI sobre el particular de los derechos de propiedad intelectual, los intangibles de la industria cultural y creativa en la Red, así como sobre los derechos fundamentales de los ciudadanos europeos en Internet: ¿necesitaremos poner en práctica sistemas para monitorizar el comportamiento de los usuarios de ciertos sitios web? ¿ahora que la tecnología avanza hacia el control de la rastreabilidad propia de la Red por parte de los propios usuarios? ¿cómo quedan en ACTA los intermediarios y su supuesta confiabilidad? ¿qué pasa, por ejemplo, con los ISP? ¿viviremos una segunda Ley HADOPI? ¿qué pasa con los aspectos criminales y la legalidad vigente en Europa? ¿qué dicen los expertos?…
Sin ánimo de sentar cátedra y recomendando una lectura detenida del capítulo dedicado al «marco legal para reforzar los derechos de propiedad intelectual» (Legal Framework For Enforcement of Intellectual Property Rights), sí que parece que estemos frente a otro intento de extender la lógica industrial sobre la Red por encima de una sociedad civil cada vez más participativa y mejor «armada» gracias a las herramientas y tecnologías que le ofrece la Red.