Parece una obviedad. Lo cierto es que la característica orgánica de la ciudad, considerada como nivel de complejidad fundamental para el análisis y la construcción de la propia sociedad de la información que conocemos, se ha convertido en un lugar común que, por reiterado y pisoteado, ya hasta casi aburre.
Ni que decir tiene que gran parte del ‘hype‘ creado alrededor de la dinámica propia de un sistema sociotécnico complejo, como es la ciudad, se debe al fenómeno reciente de las «ciudades inteligentes» (‘smart cities‘ en su acepción sajona, más popular). Más allá de la metáfora, los titulares y los estudios, hay quien pretende crear «ciencia» específicamente desarrollada para los ecosistemas urbanos, ‘City Science‘, también en España.
Desde que Saskia Sassen introdujera el concepto de «ciudad global» a principios de los años noventa del pasado siglo, popularizado casi una década después, han sido muchos los pensadores y, sobre todo, divulgadores de todo tipo, los que han especulado sobre el rol nuclear de la ciudad en el desarrollo de las sociedades modernas. Manuel Castells hablaba a finales del siglo XX de «la ciudad informacional«, al hilo de su por entonces incipiente éxito, «La Sociedad Red». Más tarde, Sáez Vacas definía, desde un punto de vista más amplio, la «infociudad», destacando «el poder tecnológico de los infociudadanos» en una sociedad de la información convertida en un «país digital de las maravillas».
Richard Florida las relacionaba con el auge de sus «clases creativas» y, aun recibiendo duras críticas por la consistencia de sus argumentos socioeconómicos, encontraba incondicionales que extendían los mismos a diferentes niveles para el diseño de «espacios creativos» dentro de las ciudades y los edificios corporativos.
Nassim Taleb, el (anti)gurú santificado como el profeta que vino venir la crisis, afirmaba recientemente en Madrid, mientras cantaba las alabanzas de su nueva incursión editorial, que el modelo de gobierno más estable que se ha inventado, desde el punto de vista de su concepto sistémico de «fragilidad», son las ciudades-estado.
El hecho es que, mientras esa disciplina científica inter- y multidisciplinar crece y se desarrolla de manera desordenada, tocando las competencias, habilidades y atribuciones tradicionalmente asociadas a profesiones bien establecidas, como arquitectos, ingenieros, sociólogos y economistas, todavía son pocos los foros de debate y reflexión que intenten afrontar la realidad sociotécnica, compleja, de ese fenómeno.
Por eso me ha llamado la atención cómo desde «La Ciudad Viva» se han parado a preguntarse «¿Estamos los arquitectos educados en producir la comunicación y participación necesarias para transformar nuestras ciudades?«. La reflexión surgía en el marco del Festival eme3 2013 Barcelona.
Las conclusiones de la mesa redonda que los representantes de esa iniciativa de la Junta de Andalucía conducían en eme3 pasaban por la oportunidad que se abre «para generar una especie de “control social” que mejore la transparencia y transforme los modos de producción “de abajo a arriba” que den lugar a nuevos devenires urbanos más inclusivos, sostenibles y democráticos«. Una oportunidad que, según ellos, supone:
- el replanteamiento de la figura del gestor urbano respecto a la sociedad;
- la inclusión de perspectivas;
- la integración de los nuevos medios de comunicación y de trabajo en Red;
- y la educación expandida
Echo en falta esta necesaria reflexión en la profesión de la ingeniería que, sin duda, tiene mucho que aportar desde la sistémica, el estudio de la complejidad y la ciencia de las redes. Pensemos, por ejemplo, en el concepto de «control social» y su efecto sobre la planificación urbana desde el punto de vista de la ley de variedad requerida de Ashby… pensemos, por ejemplo, en lo inverosímil que resulta pensar en una aproximación interdisciplinar o multidisciplinar que pueda trascender, en el escenario institucional actual, la simple yuxtaposición de «saberes parciales hiperespecializados» e ignorancias compartidas.
La parte positiva es que estamos hablando de innovación y acción social; y en ese terreno, el ciberoptimismo gana por goleada a la tozuda realidad socioeconómica, descubriéndonos cada día iniciativas por las que vale la pena seguir trabajando.